DEREK REDMOND
LUCHA ENTRE EL CUERPO Y EL ALMA
El inglés Derek Redmond pudo ser uno de los grandes dominadores del atletismo en la década de los noventa. Su desgracia, las lesiones, le impidieron convertirse en uno de los grandes cuatrocentistas de la historia. El momento que ha marcado en las retinas de los aficionados no ha sido una medalla de oro o un récord del mundo, por desgracia la suerte también juega en la vida.
El calendario marcaba día tres de agosto. Barcelona andaba alborotada por los Juegos Olímpicos, el Estadi de Montjuic presentaba un lleno hasta la bandera. En el décimo día de torneo, las semifinales de los 400 metros lisos se presentaban como uno de los platos más apetecibles de la jornada. Los favoritos para la victoria final empezaban a estar exigidos, en liza estaban atletas como Quincy Watts, Roger Black, Stewe Lewis, Samson Kitur o Derek Redmond.
Derek Redmond acreditaba la mejor marca de los atletas presentes. Tras cuatro años de suplicio en los que había pasado por ocho operaciones en los tendones de Aquiles, esperaba resarcirse de la retirada en los Juegos de Seúl. Tras lesionarse por primera vez en dicha parte del cuerpo. Las 65.ooo almas que abarrotaban el estadio estaban listas para saber que atletas pasarían a la final olímpica de Barcelona.
Cuando los ocho atletas estaban ya en los muelles de salida y el silencio era total, todo parecía correcto para que Redmond pasara a la final sin grandes apuros. En los primeros metros de la carrera, el atleta inglés cogió la delantera. “Manténte fuerte” se decía a si mismo. Pero a falta solamente de 200 metros algo sucedió. Un pinchazo en los isquiosurales le obligó a parar de golpe, su pierna izquierda dejó de funcionar. Años después confesó que su primera impresión fue que había recibido un disparo.
Desde el suelo vio terminar la carrera y el récord olímpico de Quincy Watts.
La competición parecía acabada pero Redmond no quiso que eso fuera así. Contra la voluntad de los médicos y oficiales del evento, el atleta se puso en pie y cojeando se dispuso a seguir con la marcha. “Había trabajado para terminar. Odiaba a todo el mundo, odiaba al planeta, odiaba las piernas. Lo odiaba todo. Me sentía triste por haberme lesionado otra vez, pero me dije que debía terminar. Seguí saltando. Hasta que a 100 metros de la meta noté una mano sobre mi hombre. Era mi viejo”. Así fue. Entre gritos de “es mi hijo” y esquivando al personal de seguridad, Jim Redmond agarró a su hijo y corrieron junto la recta principal del estadio. Las 65.000 personas que llenaron Montjuic ovacionaron la llegada de la família. Entre llantos y sorteando a los oficiales de la instalación que les rogaban que se detuvieran, los Redmond cruzaron la línea de meta. “Soy el padre más orgulloso de la tierra” afirmó a la llegada, “estoy más orgulloso de él que si hubiera ganado la medalla de oro”.
La competición parecía acabada pero Redmond no quiso que eso fuera así. Contra la voluntad de los médicos y oficiales del evento, el atleta se puso en pie y cojeando se dispuso a seguir con la marcha. “Había trabajado para terminar. Odiaba a todo el mundo, odiaba al planeta, odiaba las piernas. Lo odiaba todo. Me sentía triste por haberme lesionado otra vez, pero me dije que debía terminar. Seguí saltando. Hasta que a 100 metros de la meta noté una mano sobre mi hombre. Era mi viejo”. Así fue. Entre gritos de “es mi hijo” y esquivando al personal de seguridad, Jim Redmond agarró a su hijo y corrieron junto la recta principal del estadio. Las 65.000 personas que llenaron Montjuic ovacionaron la llegada de la família. Entre llantos y sorteando a los oficiales de la instalación que les rogaban que se detuvieran, los Redmond cruzaron la línea de meta. “Soy el padre más orgulloso de la tierra” afirmó a la llegada, “estoy más orgulloso de él que si hubiera ganado la medalla de oro”.
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